La oveja perdida, la moneda de plata, el hijo pródigo – Sermón #49

Un sermón de George Müller de Bristol
El único sermón jamás predicado por el Sr. Müller sobre la parábola del hijo pródigo.
LUCAS 15
Leeremos todo el capítulo, y meditaremos en algunos de los versículos, según nos ayude el Señor. “Entonces se acercaban a él todos los publicanos y pecadores para oírle”. Esto es para ser notado particularmente. Dos clases buscaban especialmente escuchar al Señor Jesús: Los “pecadores”, es decir, los pecadores notorios, que vivían en una grave inmoralidad y que venían porque querían algo para sus almas; y “publicanos”, aquellos oficiales que se destacaban por defraudar a quienes tenían que ver. Estas dos clases en particular, vinieron a causa de sus necesidades espirituales. “Y los fariseos y los escribas murmuraban, diciendo: ‘Este hombre recibe a los pecadores y come con ellos’.” Estos individuos eran personas santurronas que, en general, tenían una opinión muy alta de sí mismos, que se consideraban mucho mejores que los demás y que menospreciaban a otras clases de personas, especialmente a los publicanos y a los que eran conocidos como pecadores notorios. Por esta razón, porque eran fariseos, murmuraban. Si realmente hubieran sido personas temerosas de Dios, se habrían regocijado de que estos “publicanos y pecadores” procuraran escuchar al Señor Jesús, porque existía la posibilidad de que se beneficiaran al escucharlo.
Pero la justicia propia está conectada con el orgullo y la altivez, por lo que murmuraron y dijeron: “Este hombre recibe a los pecadores”. ¡Así lo hace! Y si no lo hiciera, todos estaríamos perdidos. La salvación no sería posible si el Señor Jesucristo no “recibiera a los pecadores”, porque todos los seres humanos desde Adán y Eva pertenecen a una raza caída, todos son incapaces de salvarse a sí mismos, todos están en tal condición que no pueden llegar al cielo, excepto si obtienen un Sustituto a cuenta de ellos, y ese Sustituto es el Señor Jesucristo. Y en lugar de regocijarse de que el Señor Jesús recibiera a los pecadores, los escribas y fariseos murmuraban. Estaban insatisfechos, cuando deberían haber estado agradecidos. A pesar de todas sus buenas opiniones acerca de sí mismos, necesitaban un Salvador tanto como estos publicanos.
“Y les refirió esta parábola”. ¿Cómo fue que el Señor Jesús les dijo esta parábola? Porque sabía lo que pasaba en sus corazones, y en qué estado se encontraban. “Él les refirió esta parábola, diciendo: ¿Qué hombre de vosotros, teniendo cien ovejas, si se le pierde una de ellas, no deja las noventa y nueve en el desierto, y va tras la que se perdió, hasta encontrarla? Y cuando la ha encontrado, la pone sobre sus hombros gozoso, y cuando llega a casa reúne a sus amigos y vecinos, diciéndoles: ‘Gozaos conmigo, porque he encontrado mi oveja que se había perdido’.”. Por este pastor se representa a nuestro Señor Jesucristo, el “Gran Pastor de las ovejas”, el “Pastor Principal”, y en la parábola se expone el amor que Él tiene por los pobres pecadores. Cuando nosotros, que somos creyentes en Cristo, nos miramos a nosotros mismos, nos vemos obligados a decir: “Este es solo mi caso; mi Señor Jesucristo me ha estado cuidando en el pasado de mi vida, en una variedad de formas, buscándome, cuidando mi alma, y no dejándome hasta que Él me ha encontrado”. ¿No es este el caso con cada uno de nosotros? Dios no nos había importado nada, íbamos a nuestra manera, buscábamos complacernos, uno de esta manera, otro de esta otra; uno en “la soberbia de la vida”, otro en “los deseos de los ojos”, y otro en “los deseos de la carne”. Pero de cualquier manera que buscáramos el gozo y la felicidad, fue de una manera que era contraria a la mente de Dios; y el Señor Jesucristo llamó a la puerta de nuestro corazón de diversas maneras, por esta prueba, por aquella otra; por este desengaño, por aquel otro; y por eso nos buscó, y no nos dejó hasta que nos trajo a sí mismo.
Además, aquí se habla particularmente de la oveja perdida, no es que las otras no fueran también amadas y cuidadas; pero tan grande es el amor del Señor Jesucristo por todos y cada uno de los pobres pecadores que todavía no lo conocen, que sigue buscando y buscando, hasta que lo encuentra. ¡Oh, qué precioso! Ahora puede haber dos o tres, quizás aún más, aquí presentes con respecto a quienes este es el caso. Tengo razones para creer que es el propósito especial de Dios que presente este capítulo ante algunos de ellos. Es muy notable que mientras he predicado decenas de miles de veces en los últimos setenta y un años, en el caso de este capítulo en particular, del cual se habla tan a menudo, y del cual se toman textos con tanta frecuencia, ¡nunca antes en mi vida lo había predicado! Yo considero esto una circunstancia muy notable. Ayer, una y otra vez doblé mis rodillas ante el Señor para que me enseñara de qué tema debía hablar esta noche. No tenía ningún tema en mi corazón. Incluso durante la noche, mientras estaba despierto, le pedí a Dios que me guiara y me dirigiera. No tenía ningún texto para el mensaje cuando me levanté. Luego, antes de la reunión de esta mañana, una y otra vez le pedí a Dios que me mostrara lo que debería predicar esta noche. Aún no tenía ningún texto, y esta tarde de nuevo clamé a Dios para que me enseñara, cuando de repente este pasaje quedó grabado en mi mente.
Ahora, considero que esto es una circunstancia notable. Las muchas veintenas de veces que he leído esta porción, por lo menos ciento cincuenta veces, desde mi conversión, sin haber sido inducido a hablar sobre ella, es una indicación en mi propia mente de que Dios quiere llamar, por medio del poder de su Espíritu, en el corazón de uno u otro aquí presente. Ahora, que los que todavía no conocen al Señor Jesucristo se digan a sí mismos: “¿Se dirige el Sr. Müller a este capítulo por mí? ¿No me conviene prestar atención? ¿No está el Señor llamando a mi corazón por su Espíritu, a través de la instrumentalidad de este capítulo, y no es hora de que rinda mi corazón a Él, reconozca que soy pecador, que ante Dios reconozca que no merezco más que castigo, y que comience a poner mi confianza solo en Jesucristo, el Salvador de los pecadores, porque Él cumplió los mandamientos que he quebrantado incontables veces, y soportado el castigo para que yo pueda escapar?”. Así pues, a los aquí presentes, que todavía no conocen al Señor, Jesús va tras vosotros, mis compañeros pecadores, para salvaros. Esa es la razón. Si Él quisiera que fueras destruido, te dejaría en paz y no se preocuparía en absoluto por ti; pero esto es exactamente lo contrario con respecto al Señor Jesús. Se deleita en salvar a los pecadores y, por tanto, va tras ellos hasta encontrarlos.
Entonces vean la ternura de este precioso Salvador. “Cuando la encuentra, la pone sobre sus hombros”. Solo piensa en lo que significa esta figura. Para que las ovejas no se turben ni se lastimen al caminar, para que todo el peligro en el camino sea considerado como nada, Él lleva a las ovejas. ¡Oh, el amor de este Salvador! La ternura de su corazón se presenta de nuevo ante nosotros en esta parábola. Luego, además, hace este regocijo, gozoso. Aunque al pecador puede no importarle su pecado, el Salvador no solo busca al pecador; pero cuando finalmente lo encuentra y lo trae a sí, lo hace gozoso, porque es el deleite de su corazón hacernos felices, y sabe que mientras vamos por nuestro propio camino, no podemos ser felices.
“Y cuando llega a casa, reúne a sus amigos y vecinos, diciéndoles: ‘Gozaos conmigo, porque he encontrado mi oveja que se había perdido’. Os digo que así habrá gozo en el cielo por un pecador que se arrepiente más que por noventa y nueve justos que no necesitan de arrepentimiento”. Aquí encontramos algo particularmente digno de ser notado. “Gozo en el cielo”, por parte de los redimidos, por parte de los santos ángeles no caídos; todas las huestes en el cielo se regocijan al oír que otra alma ha sido ganada para nuestro Señor Jesucristo. Ahora, cualquiera de los aquí presentes que todavía son extraños a esta gran salvación, ¿no darán alegría a Jesús entregando su corazón a Dios? ¿No daréis gozo en el cielo a los ángeles escogidos, a los santos ángeles y a los redimidos, entregando vuestro corazón al Señor Jesús?
“¿O qué mujer que tiene diez monedas de plata, si pierde una, no enciende una vela, y barre la casa, y busca con diligencia hasta encontrarla? Y cuando la ha encontrado, reúne a sus amigos y vecinos, diciendo: ‘Alegraos conmigo, porque he encontrado la moneda que había perdido’. Asimismo os digo que hay gozo delante de los ángeles de Dios por un pecador que se arrepiente”.
“Y dijo: Un hombre tenía dos hijos, y el menor de ellos dijo a su padre: ‘Padre, dame la parte de los bienes que me corresponde’, y les repartió su sustento [es decir, su posesión]. Y no muchos días después, el hijo menor reunió todo, y se fue a un país lejano, y allí derrochó sus bienes viviendo desenfrenadamente. Y cuando hubo gastado todo, vino una gran hambre en aquella tierra, y empezó a pasar necesidad; y fue y se unió a un ciudadano de ese país, y lo envió a sus campos para alimentar cerdos. Y de buena gana hubiera llenado su vientre con las algarrobas que comían los cerdos, y nadie le dio”. Este hijo menor pidió a su padre que le diera los bienes que, en caso de muerte del padre, le correspondían; para dársela mientras él (el padre) aún vivía. Ahora, el padre no estaba obligado a hacer esto, pero lo hizo, mostrando un amor real, verdadero, al hijo.
Pero, ¿cómo lo trató el hijo, tan pronto como estuvo en posesión? Sin esperar mucho tiempo, solo unos pocos días, después de haber tomado posesión de la propiedad, “reuniéndolo todo, se fue a un país lejano”. Alejándose de su padre, de su amable padre, de su amoroso padre. Y esa es precisamente la forma en que nosotros, en nuestro estado inconverso, tratamos a Dios. No permanecemos en su presencia. No podemos soportar su presencia, porque naturalmente somos malvados; seguimos nuestro propio camino; deseamos complacernos a nosotros mismos; deseamos hacer las cosas que son aborrecibles para Dios. Y por eso lo dejamos, y nos alejamos de Él.
Entonces, después de haber dejado a su padre y haberse ido a un país lejano, este hijo, al no tener ahora a nadie que lo cuidara y lo amonestara, “despilfarró sus bienes viviendo desenfrenadamente”, simplemente llevando a cabo sus propensiones naturales al mal máximamente. “Y cuando hubo gastado todo, vino una gran hambre en aquella tierra, y empezó a pasar necesidad”. Ahora, la descripción que se da aquí trae ante nosotros, espiritualmente, la condición real y verdadera, la condición miserable y deplorable en la que estamos mientras no seamos creyentes en el Señor Jesucristo. El pecador, que no es un creyente, está en extremo en necesidad espiritual; no tiene Padre en los cielos, no tiene Salvador, no tiene Espíritu Santo morando en él y no es amonestado por la Palabra de Dios, porque no le importa en absoluto esa Palabra, no tiene comunión con los hijos de Dios. Todo esto es carencia, y, por lo tanto, Él está real y verdaderamente necesitado espiritualmente, aunque tenga mucho dinero, muchos amigos mundanos, muchas posesiones de esta vida.
“Y él fue y se unió a un ciudadano de ese país”. Ahora bien, ¿qué hace por él el ciudadano de ese país? Él no dice: “Oh, amigo mío, lo siento mucho por ti; ven a mi casa y vive conmigo, y comparte conmigo todo lo que tengo; ¡Intentaré que estés lo más cómodo posible!”. Nada de eso. La descripción aquí dada trae ante nosotros la miseria, la verdadera miseria que sentimos mientras estamos sin Cristo. El ciudadano lo manda a sus campos a dar de comer a los cerdos. Naturalmente, independientemente de que él sea un israelita, es una ocupación muy miserable esta, “alimentar cerdos”, pero para él, que nació israelita, fue una prueba doble, triple y diez veces mayor. Por tanto, digo, esto trae ante nosotros la miseria y la desdicha en que está el pecador mientras está sin Cristo. Luego, más adelante, leemos: “De buena gana hubiera llenado su vientre con las algarrobas que comían los cerdos”. Este, el alimento más miserable y desdichado, el alimento de los animales inmundos, lo habría conmigo gustosamente, si hubiera podido tenerlo, pero no pudo. “Nadie le dio”.
Ahora llega el punto de inflexión. “Y cuando volvió en sí, dijo: ‘¡Cuántos jornaleros de mi padre tienen suficiente pan de sobra, y yo perezco de hambre!’.”. Es decir, ponderó sus caminos. Entonces vio lo que le había sucedido, a consecuencia de la manera en que había estado actuando con su padre al dejarlo y desperdiciando su propiedad en la forma en que lo había hecho. “Volvió en sí mismo”. Ahora, os pregunto cariñosamente a todos los aquí presentes: “¿Hemos vuelto en nosotros individualmente, sin excepción?”. Por la gracia de Dios, he vuelto en mí mismo, y por la gracia de Dios, hay muchas decenas de personas aquí presentes que han vuelto en sí; han meditado sus caminos, han visto que son pecadores; han averiguado que si continuaban de la manera en que iban, habrían terminado en miseria y desdicha por los siglos de los siglos. Y si ese no es el caso, todos debemos volver en nosotros mismos, y cuanto antes lo hagamos, mejor. Por lo tanto, vuelvo a hacer con afecto esta pregunta: “¿Hemos vuelto individualmente en nosotros mismos? ¿Nos hemos dado cuenta, personalmente, del mal camino por el que vamos? ¿Y que, si continuamos en este estado, hemos de terminar en perdición, miseria y desdicha hasta el final?”. Cuando volvió en sí mismo dijo: “¡Cuántos jornaleros de mi padre tienen suficiente pan de sobra, y yo perezco de hambre! Me levantaré e iré a mi padre, y le diré: ‘Padre, he pecado contra el cielo y contra ti, y ya no soy digno de ser llamado hijo tuyo; hazme como uno de tus jornaleros’.”.
Ahora bien, tenemos que llegar a alguna de esas decisiones; no solo tenemos que reflexionar y considerar nuestros caminos, sino que tenemos que decidir abandonarlos, venir a Dios, humillarnos ante Él, reconocer que somos pecadores, que no merecemos nada más que el castigo, y luego poner nuestra confianza solamente en el Señor Jesucristo para la salvación. Esa es la forma en que tenemos que actuar, y esta es la forma que traerá bendición al alma. “Me levantaré”, dice, “e iré a mi padre”. Así debemos decirnos a nosotros mismos. Y no solo se propuso hacerlo, sino que en realidad lo hizo. Este es el punto especial que debemos notar en el versículo 20: “Y él se levantó y vino a su padre”. Él no dijo: “Estoy mal vestido, soy tan miserablemente desdichado, me avergüenzo de ir a mi padre”. Nada del tipo: “Mis pecados han sido demasiado grandes, y demasiados, y muy variados; por tanto, me avergüenzo de ir a él”. No, consciente de todo esto en sí mismo, “se levantó y vino a su padre”.
Por lo tanto, tenemos que volvernos realmente a Dios, y el resultado de ello será la bienaventuranza, la eterna bienaventuranza y felicidad; y la recepción que encontraremos de parte de nuestro Padre Celestial, será del carácter más amoroso y tierno. “Cuando aún estaba lejos, su padre lo vio y tuvo compasión; corrió, se echó sobre su cuello y lo besó”. Esto trae ante nosotros el corazón de nuestro Padre Celestial, porque si un padre terrenal actuaría de esa manera, en razón de su amor a un hijo, oh, cuánto más abundantemente será esto cierto respecto a nuestro Padre Celestial en su amor por nosotros, pobres pecadores. El padre no dijo: “Este hijo mío me ha dado gran dolor, gran angustia, he llorado muchas veces por su casa. Ahora, dejaré que venga a mí aquel que me ha dado tanto dolor; no daré un paso para encontrarme con él”. Nada de eso. “Cuando lo vio aún muy lejos, tuvo compasión de él, y corrió”. ¡Oh, piensa en esto! Cómo trae ante nosotros el corazón de Dios. “Y se echó sobre su cuello y lo besó”. Antes de que el hijo que le había dado tanta pena, tanto dolor, y tan profundamente lo hirió, hubiera pronunciado una sola palabra, se echó sobre su cuello y lo besó. ¡Oh, qué precioso! Todo esto nos muestra a nuestro Padre Celestial; todas estas figuras nos hablan de lo que tenemos en Dios, y lo que tenemos en nuestro Señor Jesucristo.
“Y el hijo le dijo: ‘Padre, he pecado contra el cielo y contra ti, y ya no soy digno de ser llamado tu hijo’. Pero el padre dijo a sus siervos: ‘Sacad el mejor vestido y vestidle; y ponedle un anillo en la mano, y zapatos en sus pies, y traed el becerro engordado, y mátenlo; y comamos y alegrémonos, porque este, mi hijo, estaba muerto, y ha vuelto a la vida; estaba perdido y ha sido hallado’. Y ellos comenzaron a alegrarse”. Ni una sola palabra de reproche, sino amor, amor, amor, la manifestación del amor. Y nada más que una manifestación de amor es lo que encontramos de nuestro Padre Celestial en referencia a nosotros mismos. Eso es lo que nos enseña esta parábola y las figuras que se usan. “El padre dijo a sus siervos: ‘Traed es mejor vestido’. El mejor vestido que se podía tener en la casa, que estaba en su posesión, se lo pusieron. Ahora tenemos también, espiritualmente, el mejor vestido puesto sobre nosotros – “El vestido de justicia”. Todos los que ponen su confianza en el Señor Jesucristo desde el momento en que lo hacen, ya no son vistos por Dios como son en sí mismos, sino como son en Cristo, porque Él cumplió en nuestro lugar la ley de Dios, y esto se convierte en “el mejor vestido” que podamos tener. Se quitan los trapos de inmundicia de nuestra propia justicia, y se nos reviste este mejor manto, la hermosura de Cristo, la perfección de Jesús, la justificación que tenemos por la fe en Él.
“Y ponedle un anillo en la mano”. Le fue dado, indicando lo que recibimos como creyentes en Cristo. Obtenemos el Espíritu. Así somos regenerados, nacidos de nuevo, convertidos en hijos de Dios y, como tales, herederos de Dios y coherederos con Cristo. ¡Oh, qué cosas preciosas nos son dadas al venir al Señor Jesucristo! “Y zapatos en sus pies”. Cuando venimos al Señor Jesucristo, y volvemos espiritualmente a nuestro Padre Celestial, no solo obtenemos pleno perdón por todas nuestras innumerables transgresiones, sino que también obtenemos la ayuda que requerimos para caminar en alabanza, honra y gloria de Dios, que se manifiesta en el calzado de nuestros pies, porque el camino es áspero y difícil. Pero recibimos ayuda de Dios para poder caminar en él.
“Y traed el becerro engordado, y matadlo; y comamos y alegrémonos”. Esto también debe notarse particularmente: la alegría que podemos dar a Dios mismo. Aunque Él es el Dios Todopoderoso, y el Infinitamente Sabio, podemos darle gozo incluso a Él, al apartarnos de nuestros malos caminos y volvernos a Él. Y esto se manifiesta cuando se sacrifica el becerro engordado, y todos comen y se divierten y se regocijan, porque el hijo perdido había sido traído de vuelta. “Porque este, hijo mío, estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y ha sido hallado; y empezaron a alegrarse”. Ahora, esta misma tarde, algunos pueden dar gran alegría a Dios así entregándole el corazón, reconociendo que son pecadores, que no merecen más que el castigo, y poniendo su confianza ahora, simple y únicamente, en el Señor Jesucristo para la salvación. Pueden así dar gozo al corazón de Dios, y gozo al corazón del Señor Jesús, y gozo al Espíritu; y gozo a los santos ángeles y a los redimidos en gloria.
“Ahora bien, su hijo mayor estaba en el campo, y cuando llegó y se acercó a la casa, oyó música y baile; y llamó a uno de los sirvientes, y preguntó qué significaban estas cosas, y él le dijo: ‘Tu hermano ha venido, y tu padre ha matado el becerro engordado, porque lo ha recibido sano y salvo’. Y se enojó y no quiso entrar. Entonces salió su padre y le suplicó”. ¡Precioso! ¡Precioso! ¡Oh, qué corazón se encuentra en Él! ¡Porque esto nuevamente expone el corazón de Dios! La ternura, la amabilidad, la gentileza de parte de este padre terrenal nos representa, en figura, lo que nosotros, que somos creyentes en Cristo, hemos obtenido de Dios. El hermano era una persona santurrona y se comportaba vergonzosamente. Debido a que su hermano había vivido en pecado abierto, se consideraba muy superior a él y lo odiaba, porque no es más que un odio real, verdadero, lo que se manifiesta aquí. “Y cuando llegó y se acercó a la casa, oyó música y baile”, y al recibir la respuesta de lo que significaba, se enojó. Simplemente manifestando la misma clase de espíritu que el profeta Jonás, cuando Nínive, no siendo destruida como él deseaba, se enojó, se disgustó con Dios.
Y ahora escucha cómo trató el padre a su hijo mayor. Porque aquel hijo estaba enojado, por la manera en que había sido recibido su hermano, “no quería entrar”. ¡Oh, qué triste estado del corazón! Nos muestra lo que es estar en una condición de justicia propia. Es una de las cosas más perniciosas en las que podemos caer. “Entonces salió su padre, y le suplicó”. ¡Oh, la hermosura de un padre así! “Y respondiendo él, dijo a su padre: He aquí, estos muchos años te sirvo, y en ningún tiempo quebranté tus mandamientos”. En este mismo momento estaba transgrediendo el mandamiento de su padre, porque su padre quería que él entrara, ¡y no quiso! “Y sin embargo, nunca me diste un cabrito para que me divirtiera con mis amigos; pero cuando vino este tu hijo, que ha consumido tu hacienda con rameras, has matado para él el becerro engordado. Y él le dijo: Hijo, siempre estás conmigo, y todo lo que tengo es tuyo”. En otras palabras, “hay un estado de cosas diferente entre tú y tu hermano; tu hermano fue considerado como muerto, como perdido, y que nunca más lo volveríamos a ver, pero ‘tú siempre estás conmigo, y todo lo que tengo es tuyo’. No estoy simplemente dispuesto a darte un cabrito, sino que estoy dispuesto a darte mucho más. Si me hubieras pedido, habrías sabido lo dispuesto que estaba a darte un cabrito.
“Convenía que nos regocijáramos y nos alegráramos; porque éste, tu hermano, estaba muerto y ha revivido; estaba perdido y ha sido hallado”. Por eso estaban tan alegres, porque lo consideraban muerto, perdido. Ahora bien. ¿cuál será el final de nuestra meditación? El Espíritu Santo ha estado tocando los corazones de algunos, y el Señor Jesucristo está de pie ante ellos ahora y dice: “¿No me dejarás entrar? ¡Soy tu Amigo, te amo tiernamente, deseo hacerte bien y hacerte muy, muy feliz, no solo por un tiempo, sino por la eternidad, si me tienes, si me dejas ir a tu corazón! Así que, ¿cuál es tu respuesta?
Cualquiera de los presentes que no tienen al Señor Jesucristo morando en ellos, ¿no entregarán su corazón al Señor? ¡Oh, venid! ¡Venid! ¡Venid a Él! Yo sé, por experiencia propia, la miseria y desdicha que se obtiene al andar por los caminos de este mundo. Busqué la felicidad en las cosas de esta vida, ¡pero nunca la encontré! ¡Nunca, nunca! Todo lo que encontré fue desilusión y un aumento de la culpa en la conciencia; pero al fin, en las riquezas de la gracia de Dios, encontré a Jesús, e inmediatamente me convertí en un joven feliz, y ahora llevo siendo un hombre feliz setenta y un años y ocho meses. Y esta felicidad que he recibido al entregarle mi corazón, no quiero guardarla para mí; me deleito en que otros puedan tener la misma bendición y, por lo tanto, hablo como lo hago. Aseguraos de esto, todos los que no conocéis a Jesús, que la felicidad real y verdadera solo se puede encontrar a través de la fe en Cristo. Este mundo no la puede dar. Nada de lo que podamos tener en este mundo actual puede brindarnos una felicidad real, verdadera y duradera. Se encuentra únicamente a través de la fe en Cristo. Por lo tanto, que nadie lo deje para el final, ¡sino que venga a Jesús ahora!
Este sermón se trata de una traducción realizada por www.george-muller.es del documento original proporcionado por The George Muller Charitable Trust, fundación que sigue el trabajo comenzado por George Müller y que actualmente trabajan en Bristol, concretamente en Ashley Down Road, y que se dedica a promover la educación, el cristianismo evangélico y ayudar a los necesitados. Para más información, puedes visitar su web www.mullers.org